«Fui luz serena y anhelo desbocado» (L.C.)
NO hay en la poesía española, quizá desde Quevedo, una voz tan conmovedora, intensa, propia y desgarrada como la de Luis Cernuda. Tampoco más moderna, más adelantada a su época, más proyectada a la inmortalidad de una vigencia estremecedora que triunfa a base de crecer sobre el tiempo. Sólo el Lorca del «Diwan del Tamarit» alcanza entre sus coétaneos similar cumbre de sensibilidad y potencia expresiva, un monumento de hipnótica sugestión levantado a partir de un insuperado lenguaje vanguardista, enérgico y versátil. Es poesía abismal, profunda, existencial, de una lacerante sentimentalidad agitada por el dolor de la experiencia. El gélido desgarro de la soledad, la sórdida conciencia finita del amor, la melancolía descorazonada de la pérdida de la inocencia adquieren en la poética cernudiana la condición de materiales eternos, de insondables caminos de una estremecedora exploración por el vértigo del alma.
Hoy hace cincuenta años de su muerte en México, en cuyo Cementerio Jardín yace sepultado como tantos otros españoles del destierro. Pero Cernuda no fue sólo un desterrado político, un fugitivo primero de la oscura Sevilla de los años veinte y luego de la España refractaria, banderiza e inmóvil; el suyo fue sobre todo un exilio moral. Un ostracismo autoimpuesto como rebeldía ante la mediocridad intelectual y el sectarismo ideológico, un alejamiento casi penitencial de la atmósfera mezquina de un país encerrado con sus demonios de tristeza, vulgaridad y sangre. De ese desarraigo nace gran parte de la implacable, devastadora requisitoria íntima de una poesía transida de desolación y de congoja, un demoledor ajuste de cuentas con todo y con todos que acaba en una despiadada indagación de sí mismo. Altivo hasta la antipatía, Cernuda construyó un universo de desnudez emotiva en el que se expatrió de la realidad para aislarse sin más equipaje que el de la ensoñación de su propio edén sentimental perdido.
Su creativo estado de extrañamiento interior era tal que acaso hasta su relativamente reciente rehabilitación le hubiese molestado. Se sintió siempre acreedor de una deuda intangible pero se sabía tocado por la gracia inalcanzable y elitista de un dios exangüe. Desencajado, solitario, insociable, murió sin percibir su gigantesca influencia, la impronta categórica de su fulgurante mezcla de sencillez verbal y de intensidad connotativa. Encerrado por la didáctica cultural en el marbete de una generación literaria, escapó siempre de etiquetas que le quedaban estrechas a su genio hosco, retorcido, inadaptado. Hoy su nombre figura en los rótulos de colegios donde apenas se le estudia porque resulta demasiado complejo para la trivialidad pedagógica al uso; a la vuelta del tiempo quizá siga siendo el símbolo nostálgico de una España imposible.